¿Te has preguntado alguna vez por qué las notas musicales se denominan con las sílabas do, re, mi, fa, sol, la y si? Tanto si la respuesta es sí como si no lo habías pensado hasta este momento pero ahora tienes curiosidad, ¡sigue leyendo!
La costumbre de «nombrar»
Los seres humanos tenemos la necesidad de poner nombre a las cosas para identificarlas. Las personas y otros seres vivos, los objetos, las ideas, los sentimientos y emociones, los cuerpos celestes… Y los sonidos. Estamos empeñados en manipular todo aquello con lo que interactuamos o a lo que prestamos atención; y nombrar no deja de ser una forma de manipulación.
Desde el instante en el que la música dejó de ser una actividad inconsciente y comenzamos a pensar en ella, tuvimos la necesidad de poner nombre a sus elementos. Los sonidos que utilizamos no fueron una excepción.
Existen básicamente dos grandes grupos de nombres para los sonidos musicales según su tipología: alfabéticos y silábicos. Los primeros emplean letras del alfabeto y los segundos, sílabas. El sistema musical de la Antigua Grecia empleaba una notación alfabética bastante precisa que tenía en cuenta, por un lado, si la música era instrumental o vocal y, por otro, la altura y la duración de los sonidos.

Durante la Edad Media, varias escuelas y corrientes europeas herederas del sistema griego se hicieron eco de esta manera de referirse a los sonidos y utilizaron también letras del alfabeto para designarlos. Los sistemas no estaban unificados y mientras que en algunas regiones se empleaban todas las letras del alfabeto, en otras se fueron simplificando y terminaron por imponerse, principalmente, las letras de la A a la G, o incluso la H*. No había tampoco consenso en cuanto a su uso y, aunque se empleasen las mismas letras, podía hacerse de manera diferente. Incluso tras la imposición del gregoriano en la Europa cristiana subsistieron variantes geográficas.
*Esta nomenclatura alfabética es la que explica la actual manera de referirse a las notas en algunas regiones de Europa y en Estados Unidos. Mientras que para el solfeo utilizan el mismo sistema silábico (do, re, mi, fa, sol, la y si o ti), en muchos de los países de habla anglosajona se han conservado las letras del alfabeto. La equivalencia es la siguiente:Si bien originalmente la «B» designaba al si bemol y la «H» el si natural, por cuestiones de evolución histórica la «H» dejó de utilizarse. La «B» pasó entonces a identificar el si natural, de manera que la escala diatónica de do quedaba fijada con las letras consecutivas de la A a la G.
Llegados a este momento, no debemos olvidar que por aquel entonces, igual que anteriormente en la Antigua Grecia, la teoría y la práctica formaban parte de contextos musicales diferentes. Los manuales teóricos de Boecio o el anónimo Musica enchiriadis, por ejemplo, son tratados más filosóficos que prácticos y no eran muy útiles a los jóvenes aprendices.
Hasta que Guido d’Arezzo, monje benedictino y maestro de cantores, se propuso revolucionar el sistema de enseñanza utilizado hasta entonces.
Guido d’Arezzo
No tenemos muchos detalles de los primeros años de la vida de Guido d’Arezzo. Se cree que nació en la región de la Toscana entre el 991 y el 999 (franja deducida de la edad que tenía cuando escribió su obra magna, el Micrologus, y la fecha de publicación de ésta), aunque se desconoce la localidad exacta. También conocemos el dato de su formación más temprana, recibida en el monasterio benedictino de Pomposa. Fue en este mismo lugar donde comenzó a enseñar música y a destacar por lograr que los jóvenes cantores aprendiesen nuevos cantos en menos tiempo de lo que hasta entonces había sido necesario. De hecho, el mismo Guido se jactaba de haber reducido este tiempo de diez a un año, máximo dos. Junto con otro de los monjes, el hermano Miguel, escribió un antifonario* perdido en la actualidad, pero en el que se sabe ya aparecían algunos elementos de la notación musical conforme al sistema guidoniano.
*Una antífona es una forma musical característica de la liturgia cristiana. Es un canto sencillo, breve, cuyo texto está a menudo extraído de la Biblia y que se interpreta entre los versículos de un salmo, o antes y después de un rezo. El antifonario es el libro que contiene las antífonas. Puesto que hasta el desarrollo de la notación musical sistemática los cantos se perpetuaban a través de la transmisión oral, existen infinidad de variaciones y diferencias introducidas de forma involuntaria por los maestros e intérpretes; es por ello que los antifonarios presentan particularidades en cada lugar. Una de las grandes joyas que se conservan es el Antifonario de León.
La propuesta guidoniana escandalizó a algunos de los monjes del monasterio de Pomposa, pues consideraron que el hecho de anotar los cantos los «desacralizaba», favoreciendo la difusión y el acceso a cualquiera que hubiera aprendido el código y pudiera descifrarlos. De ese modo, Guido se vio obligado a abandonar este lugar, desplazándose a Arezzo, donde se dedicó a enseñar a los cantores de la catedral. El obispo Teobaldo, al contrario que los pomposanos, apreció enormemente los intereses reformistas de Guido y se convirtió en uno de sus mayores defensores, patrocinadores y colaboradores. De hecho, fue a petición de este obispo que escribió la que se considera su obra magna, el Micrologus.
Todo indica que poco después fue llamado a Roma por el papa Juan XIX, a donde viajó en torno al año 1028. Su mala salud le impidió permanecer en la ciudad, así que durante el invierno tuvo que regresar a la región de Arezzo, donde se instaló muy probablemente en el monasterio de Avellana (allí se conservan los más antiguos manuscritos con notación guidoniana). Se cree que falleció alrededor de 1050.
El Micrologus
Como maestro de canto, Guido era consciente de la dificultad que suponía para los jóvenes cantores la tarea de aprender cantos nuevos. Era un arduo y doloroso proceso por el que el maestro, con la ayuda de un monocordio*, iba produciendo las alturas de los diferentes sonidos de la melodía, que los alumnos repetían una y otra vez.
*El monocordio es un instrumento formado por una tabla de resonancia sobre la que se tiende una cuerda (también los hay con mayor número de cuerdas). La cuerda es sometida a diversas tensiones en sus extremos mediante la aplicación de pesos. El intérprete, presionando en puntos determinados de la cuerda, consigue producir sonidos de diferentes alturas. Se asume que fue gracias a un monocordio que Pitágoras descubrió la relación interválica entre los sonidos.
El método de aprendizaje a través del monocordio y la repetición insaciable no aseguraba que, en el momento del canto, las melodías pudieran interpretarse sin error. Pero mucho menos lograba la memorización a largo plazo, de manera que era frecuente que el mismo canto tuviera que volver a aprenderse, repitiendo el tedioso proceso, algunos años después. Y esto, para cada pieza del repertorio. El propio Guido escribió al hermano Miguel:
Si se hacen sonar en el monocordio las letras que corresponden a un neuma dado y se escucha lo que resulta, se podrá aprender del monocordio del mismo modo que se aprende de un maestro, pero este método es muy infantil: bueno para los principiantes, pero muy nocivo para los que adelantan más… así pues, no debemos buscar siempre una voz humana o un instrumento para desentrañar un canto desconocido, no sea que nos hagamos semejantes a los ciegos y no vayamos a ninguna parte sin un lazarillo, sino que debemos confiar a la memoria más profunda todos los ascensos y descensos de los sonidos y sus diversas propiedades individuales.
Urgía, en consecuencia, el desarrollo de un nuevo método de enseñanza que asegurase el aprendizaje a largo plazo, que fuese menos costoso en términos de tiempo y que permitiese tanto la escritura como la interpretación de nuevas melodías de manera rápida y eficaz.
Guido se puso manos a la obra y desarrolló un sistema que recogió en su obra magna, el Micrologus. Dirigido a los cantores, a diferencia de los manuales anteriores, tenía por objetivo ayudarles a desarrollar sus habilidades tanto para entonar obras conocidas como para interpretar nuevos repertorios a primera vista. Para ello, se basaba en el aprendizaje de las distancias interválicas y el reconocimiento de los modos a través la identificación de los patrones hexacordales y la nota final de cada melodía en relación con las precedentes.
Primera innovación: el sistema de hexacordos
Tengamos en cuenta la época en la que todo esto sucedía Eran los primeros años del siglo XI y la teoría musical se enunciaba en el entorno intelectual medieval: los monasterios, las catedrales y otros centros religiosos. Por ende, la música que se consideraba a la hora de desarrollar la teoría era la religiosa. Esto implicaba un único tipo de música: el canto gregoriano*, canciones sobre textos religiosos en latín, interpretados por varones y a capella. Nada de música instrumental y mucho menos, profana.
*El canto gregoriano es aquel desarrollado en el contexto de la Iglesia Cristiana de Occidente a partir de los siglos IV-V. Se trata, en consecuencia, de un tipo de canto llano interpretado únicamente por varones y existen pocas evidencias de que las monjas también lo entonasen, aunque había alguna excepción. Todos ellos cantaban al unísono, es decir, realizaban una única línea melódica idéntica, y sin acompañamiento instrumental (a capella). Puesto que eran cantos religiosos, los textos estaban en latín, aunque no necesariamente procedían de la Biblia. No fue san Gregorio quien inventó el canto, que existía en su forma primitiva antes de su nacimiento; se le atribuyó a él para darle legitimidad, de manera que no empezó realmente a conocerse como “canto gregoriano” hasta aproximadamente el siglo IX, cuando Pablo el Diácono redactó su biografía y decidió asignarle su creación.
Puesto que la teoría solamente necesitaban establecerse con respecto al canto vocal, el rango de alturas a considerar era reducido, desde las notas más graves que podían interpretar los cantores adultos hasta las más agudas, de las que se encargaban los niños más jóvenes. Este rango quedó fijado, aproximadamente, en tres octavas (unas veinte notas).
De los griegos antiguos se había heredado también una idea de organización de las notas en pequeños patrones que alternaban las distancias de tono y semitono (e incluso distancias más pequeñas). Los griegos utilizaban el tetracordo (cuatro notas), pero era común que en la época de Guido se utilizasen modelos de más notas.
Lo que él hizo en este contexto fue tomar el conjunto de notas que componían el rango vocal establecido, al que se conocía como gamut, y organizarlo en conjuntos de seis notas consecutivas que llamó hexacordos. Todos los hexacordos, independientemente de la nota por la que comenzasen, debían respetar el mismo patrón interválico (un poco como nuestras escalas): T-T-S-T-T, donde T indica un tono y S, un semitono. Además, utilizó las siete primeras letras del alfabeto para indicar las alturas, repitiéndolas en la octava como en nuestro sistema moderno.

Puesto que el centro de las estructuras hexacordales es el semitono, los cantores podían desde entonces, localizando el lugar del semitono en un canto, conocer con exactitud el lugar de los demás intervalos. Esto les proporcionaba un estupendo punto de referencia, permitiéndoles cantar cualquier pieza en cualquier modo.
El aprendizaje y reconocimiento de los patrones hexacordales permitía a los cantores, además, aprender nuevos cantos rápidamente, identificando los intervalos en el contexto de un hexacordo y un modo determinados. Y cuando el rango del canto excedía las seis notas de un hexacordo, eran capaces de transponerlos, en un ejercicio similar al que actualmente conocemos como transporte o modulación.

Pero todo este sistema no habría sido de tanta utilidad si Guido d’Arezzo no hubiese encontrado la manera de llevarlo a la práctica, lo que consiguió gracias al desarrollo del primer método de solfeo de la historia: la solmisación.
Segunda innovación: la solmisación
Una vez que hubo desarrollado su sistema hexacordal, Guido pasó a la acción. No le servía de nada todo su trabajo si, como maestro, no era capaz de ver los resultados en sus alumnos. Así que pensó en la manera de que los jóvenes cantores pudieran identificar las alturas de los sonidos rápidamente y decidió que la mejor forma sería asociarles una melodía, de manera que recordando cómo sonaba pudieran identificar también sus sonidos y trasladarlos a un nuevo canto.
Aunque para desarrollar el sistema hexacordal Guido se basó en las teorías precedentes, el método de solmisación fue un invento completamente nuevo. Describió sus detalles en una carta que escribió a su querido amigo y colaborador, el hermano Miguel, y de la que rescatamos el siguiente fragmento:
[…] Para aprender una melodía desconocida no debemos, por tanto, recurrir siempre a la voz de un hombre o al sonido de un instrumento, para volvernos incapaces de avanzar sin una guía como los ciegos. Por el contrario, tenemos que fijar en lo más profundo de la memoria las diferencias y propiedades distintivas de cada sonido y de cada descenso o elevación de la voz. Tendrás a tu disposición un fácil y experimentado método para aprender una melodía nueva si hay alguien que sepa enseñar no sólo con lo escrito, sino con la voz, con una conversación familiar según nuestra costumbre. […]
Si quieres fijar en la memoria un sonido o un neuma de forma que cuando lo desees, en cualquier canto conocido o desconocido, éste te pueda venir a la memoria (en el sentido de que logres cantarlo inmediatamente y sin dudas), debes localizar ese sonido o neuma al principio de una melodía que te sea conocida. Además, para retener en la mente todos los sonidos, debes tener siempre lista la frase melódica que comienza con la misma nota. Nos da un ejemplo de ello la siguiente melodía, de la que me sirvo desde el principio a fin para enseñar a los muchachos:
¿Ves cómo esta melodía empieza en sus seis frases con sonidos diferentes? Por tanto, si logras reconocer con el ejercicio el principio de cada frase hasta lograr cantar sin duda una cualquiera de ellas, podrás entonar fácilmente y según sus propiedades estos seis sonidos allá donde los encuentres. […]
Epistola guidonis michaeli monachio de ignoto cantu directa
Citado en “Historia de la música, 2. El Medioevo, Primera Parte”, Giulio Cattini
(Pág. 175-176)
Según el método de solmisación, memorizando las seis frases de la canción los cantores aprendían la propiedad de cada altura en función de los tonos y semitonos que la rodeaban. Es decir, interiorizaban su relación interválica.
En cualquier caso, no hay evidencia de que Guido utilizase el término solmisatio para referirse a este sistema de enseñanza, que transponía el hexacordo manteniendo en el centro la relación interválica mi-fa. Por este motivo, algunos estudiosos prefieren no atribuir al monje la invención de la solmisación. No obstante, y aunque el método en sí no fuera completado por Guido, no fue sino él quien puso las bases para su posterior desarrollo.
El himno Ut queant laxis
Desconocemos las circunstancias en las que Guido d’Arezzo escogió el himno Ut queant laxis como base para su sistema de solmisación. Al parecer, no era demasiado conocido en aquella época y nunca había tenido función litúrgica. Es incluso posible que el propio Guido hubiera creado la música. El caso es que la melodía hacía comenzar cada verso por un sonido superior al que iniciaba el verso anterior. Los alumnos, memorizando el canto, identificaban las seis notas en sentido ascendente y podían asociarles la primera sílaba de cada verso para recordarlas rápidamente. La primera estrofa del texto, dedicado a San Juan Bautista y atribuido a Pablo el Diácono, dice así:
UT quaeant laxis
REsonare fibris
MIra gestorum
FAmuli tuorum
SOLve polluti
LAbii reatum
Sancte Iohannes
Los alumnos podían así asociar a esas seis notas las sílabas destacadas, resultando la serie: ut, re, mi, fa, sol, la (en un hexacordio T-T-S-T-T).
Cuando ut se convirtió en do
Pues sí, querida lectora, querido lector: el primer nombre silábico de la serie por la que hoy nombramos a las siete notas naturales fue ut. Si te fijas bien, hay otra pequeña cosilla que señalar: falta el si.
Vayamos por partes.
El nombre teórico de las notas de los hexacordios continuó siendo alfabético. Las sílabas ut, re, mi, fa, sol y la se utilizaban para la solmisación, únicamente para que los alumnos recordasen el sonido que les correspondía, de forma que pudieran aplicarlo a otro canto. De hecho, no hay ningún documento que nos informe acerca de la intención de Guido de nombrar esos sonidos de manera diferente a como se hacía, utilizando las letras C, D, E, F, G y A respectivamente. No fue hasta algo más tarde que se aplicaron al solfeo, interpretando los sonidos con esas sílabas y no con el texto de los cantos.
El primer manuscrito que nos proporciona evidencia concreta de esto procede del norte de Italia, datado entre finales del siglo XI y principios del XII y actualmente conservado en la Biblioteca Británica de Londres (And. 10335). Contiene una reproducción de Ut queant laxis bajo la cual hay una escala con las sílabas ut, re, mi, fa, sol y la colocadas junto a los tonos que les corresponden (C, D, E, F, G y A). A continuación, se anota de nuevo la melodía pero en el texto se sustituye por las sílabas de la solmización.
Al comenzar a aplicar de manera sistemática las sílabas ut-la a la entonación de las melodías, los maestros y los cantores sin duda se dieron cuenta de la dureza de pronunciación de “ut”, lo que condujo al cambio por una nueva sílaba. Suele atribuirse dicho cambio a Batista Doni, que habría utilizado la primera sílaba de su apellido para ello (otras teorías defienden que corresponde a la primera sílaba de la palabra “Domine”).
Con respecto a la nota que hoy conocemos como “si”, fue Bartolomé Ramos de Pareja* quien, en 1482, tomó la inicial de cada palabra del nombre de San Juan (Sancte Ionanes en latín), para nombrar la séptima nota.
*En realidad, la labor de Ramos de Pareja (nacido en Baeza, Jaén, hacia 1440) fue mucho más importante que nombrar la séptima nota. En 1482 publicó Musica practica, un tratado en el que cuestionaba las teorías tanto de Boecio como de Guido d’Arezzo. La polémica estaba servida. Con el primero, discrepaba acerca de la cuestión de la afinación, un complejo sistema teórico que, en la práctica, traía de cabeza a los cantores, pues hablaba de proporciones tan descabelladas como 81:64 para un intervalo de tercera mayor y de 32:27 para el de tercera menor. Vamos, como para ponerse a calcular sobre la marcha… Ramos de Pareja proponía un sistema más simple, de proporciones mucho más sencillas que establecía, por ejemplo, para los intervalos anteriores las de 5:4 y 6:5, respectivamente. A pesar del revuelo que ocasionó en su momento, las teorías del baezano terminarían por imponerse. Con respecto a Guido d’Arezzo, Ramos de Pareja menospreciaba su sistema hexacordal arguyendo que no servía para nada y dejaba las octavas cojas. Propuso, así, una séptima nota (el si), completando los siete sonidos diatónicos hasta la octava, inventando en realidad el sistema de «do fijo». Huelga decir que esto también fue finalmente adoptado tanto por los teóricos como por los intérpretes.
Los sonidos intermedios
Por último, las notas intermedias, que actualmente designamos con los “apellidos” de bemol o sostenido, todavía tendrían que esperar algún tiempo para ser nombradas independientemente.
La cuestión es que la solmisación “transponía” los hexacordos, nombrando siempre las notas que lo formaban con las sílabas ut-la aunque no se correspondiesen con los mismos sonidos. Allá donde se localizaba el intervalo de semitono, se utilizaban las sílabas mi-fa y el resto de las notas se nombraba en función de ellas (en la actualidad existe un método de solfeo que emplea esta misma técnica: se trata del conocido como “do móvil”, que nombra las notas en función de la situación de sus semitonos y no con respecto a las alturas). Esta transposición hacía innecesaria la existencia de nombres para los sonidos intermedios que hoy designamos como bemol y sostenido.
Por otro lado, en la práctica de las melodías descendentes, los cantores interpretaban el sonido correspondiente a la sílaba si un semitono más grave de lo que hacían al ascender; es decir, al subir entonaban un si natural y al bajar, un si bemol. Sin embargo, esto no era recogido por la teoría, que no tenía en cuenta la diferencia de altura entre ambas situaciones.
Aún así, Guido d’Arezzo lo reflejó en su tratado y utilizó una grafía diferente para la B (es decir, para el si), según era ascendente o descendente. En minúsculas, la b para el si descendente era redondeada, pero más cuadrada para el si ascendente. Para diferenciarlas, se llamó b-moll (b blanda o suave), a la redondeada y b-dur (b dura), a la cuadrada. La evolución posterior hizo que el término “b-moll” evolucionase hasta el actual “bemol” mientras que el término becuadro en castellano procede del francés b-carré (equivalente al alemán b-dur, pero que significa «b cuadrada»).
Musica ficta y musica recta
Con el desarrollo de la polifonía* a partir del siglo XI, las necesidades de las consonancias entre los sonidos favorecieron el empleo de otros sonidos intermedios, añadiendo distancias de semitono allí donde la monodía* no las había precisado. Pero seguía siendo una cuestión práctica y la teoría continuaba sin reflejarlo, así que no se indicaba en la notación musical. Esto originó la diferenciación entre las conocidas como musica ficta (música ficticia) y musica recta (música real).
*El término “monodía” se refiere a la música, tanto vocal como instrumental, que contiene una sola línea melódica aunque sea interpretada por varias voces y/o instrumentos de forma simultánea (mono = uno). Lo opuesto es la “polifonía”, en la que las voces y/o instrumentos interpretan sonidos diferentes simultáneamente (poli = muchos).
El término musica recta se refería a la música tal y como estaba escrita, sin reflejar los sonidos cromáticos; al contrario, musica ficta hacía alusión a la interpretación musical, que empleaba estos sonidos para crear las consonancias entre las notas, ya fueran consecutivas o simultáneas.
Tercera innovación: la pauta musical
Realicemos un brevísimo acercamiento a la historia de la notación musical. Vamos a ir tan rápido que evidentemente dejaremos de lado datos importantes y, en consecuencia, este relato será incompleto e impreciso. La cuestión es que no es este el artículo en el que tratar la invención y el desarrollo de la notación musical sino la del tetragrama (que evolucionaría posteriormente hasta el actual pentagrama). El objetivo ahora es favorecer un acercamiento y abrir el apetito por un mayor conocimiento, de manera que tú, querido lector, querida lectora, puedas después navegar en busca de una información más amplia si así lo deseas.
Al grano.
Ciñéndonos exclusivamente al contexto musical, durante mucho tiempo se escribieron únicamente los textos, por lo que los intérpretes debían memorizar y recordar todo el repertorio melódico (que era transmitido de manera oral, con el riesgo de introducir variaciones y modificaciones involuntarias), de manera que estuvieran preparados en cualquier momento para reproducir cada uno de los cantos.
Mientras el repertorio fue discreto, no hubo problema. Sin embargo, conforme se fueron añadiendo piezas, la acumulación se volvía cada vez más exigente: no era lo mismo recordar 50 melodías que 500, claro está. Los cantores, al verse confrontados a sus capacidades memorísticas, idearon algunas estrategias para ayudarse a la hora de recuperar las melodías de entre sus recuerdos y comenzaron a hacer pequeñas marcas sobre los textos. Inicialmente, cada cantor habría empleado sus propias señales, pero paulatinamente fueron codificadas y nacieron los primeros sistemas de notación musical. Por supuesto, eran muy rudimentarios y no indicaban en general más que la dirección de los intervalos (ascendente o descendente) y quizás el número de notas. Nada acerca de la altura, la duración o la amplitud de dichos intervalos. A este tipo de notación musical se le denomina adiastemática o in campo aperto.

En consecuencia, a pesar de la ayuda inestimable que podían suponer, estos primitivos sistemas de notación no servían más que a aquellos cantores que ya habían aprendido previa y memorísticamente los cantos del repertorio. Eran simplemente un conjunto de signos mnemotécnicos.
Un paso adelante en el desarrollo de la notación musical lo supuso la idea de anotar a la misma altura sobre el texto los sonidos que correspondían a la misma nota. En este sentido, se aprovechó una técnica utilizada por los amanuenses para no torcerse durante la escritura de los textos: con una punta seca, se trazaban líneas sobre el pergamino, marcando ligeras hendiduras que les guiaban durante su labor. Se empleó el mismo truco para saber a qué altura exacta sobre el texto debían colocarse los signos correspondientes a una determinada nota. Posteriormente, la línea también se trazó con tinta.
El uso de esta línea permitía la localización de tres notas: aquella que se escribía justo sobre la línea y las inmediatamente inferior y superior. Habitualmente, se empleó la línea para colocar el fa, de manera que por debajo se localizaba el mi y por encima, el sol. Sin embargo, la identificación del resto de notas quedaba por una parte a merced del amanuense, cuya habilidad para mantener las distancias con respecto a la línea no siempre estaba probada, y al intérprete por otra, que debía igualmente demostrar su capacidad de interpretarlas. Así pues, también comenzaron a incluirse las letras que identificaban los sonidos, de manera que suponía una mayor ayuda para los cantores.

Vista la utilidad de la línea, pronto se añadió por encima una segunda que solía corresponder a la nota do. Dos líneas permitían la escritura de siete notas: mi, fa y sol, como ya hemos comentado, más si, do y re gracias a la segunda línea; y entre ambas, a medio camino, el la. Para diferenciar las líneas rápidamente, con frecuencia se trazaban con color: una línea roja servía para el fa y una línea amarilla, para el do.

Este sistema tuvo su derivada, con el paso del tiempo, en la notación empleada por Hucbaldo de Saint-Armand para transcribir los sonidos sobre seis líneas que identificaban las seis cuerdas de un monocordio. Sobre cada línea se escribía la o las sílabas que debían entonarse con la altura indicada por la pauta, como puede apreciarse en la imagen. Se trataba de un sistema puramente teórico que no tenía aplicación práctica, pero que fue influiría en la evolución de la notación musical.
A la notación musical que indica las alturas y la amplitud de los intervalos la llamamos diastemática.

Llegados a este punto, recuperemos a nuestro protagonista de hoy, Guido d’Arezzo.
Partiendo de la práctica común de utilizar las dos líneas para la colocación del fa y del do, Guido añadió dos más: una intermedia para localizar el la, que estaba “en tierra de nadie” entre la roja y la amarilla, y una cuarta que podía colocarse por debajo de la línea del fa, y servía entonces para escribir el re, o por encima de la línea del do, correspondiendo al mi. De esta manera, quedó fijada la pauta lineal que permitió la notación musical diastemática desde aquel momento y que hoy conocemos como tetragrama.

Durante el siglo XIII, algunos manuscritos comenzaron a incorporar una quinta línea a la pauta musical, pero el establecimiento del pentagrama tal y como lo utilizamos en la actualidad se atribuye al monje italiano, cantor y teórico, Ugolino de Orbieto (también conocido como Ugolino da Forlì), quien publicó entre 1430 y 1440 su tratado en cinco volúmenes Declaratio musicae disciplinae. El pentagrama como lo conocemos hoy día fue “definitivamente” adoptado en el siglo XV, aunque convivió con otros sistemas de notación, como las tablaturas, o pautas con un número diferente de líneas.

El legado de Guido d’Arezzo
Es importante realizar ahora un pequeño inciso y aclarar algunas ideas tradicionalmente ancladas a ciertos presupuestos de la historia musical que deberían estar superados, pero que todavía resisten en cierta manera. Guido d’Arezzo no inventó el tetragrama. Para hacerle justicia a él, pero también a todos los teóricos anónimos anteriores y contemporáneos al maestro, Guido se basó en una tradición fuertemente arraigada y la desarrolló para adaptarla a su sistema de enseñanza musical que, ahora sí, fue un desarrollo propio completamente innovador y revolucionario.
Tampoco está probado que Guido inventase lo que se conoce como «mano guidoniana», un método de enseñanza de su sistema de solmisación que empleaba un movimiento en espiral alrededor de la mano del maestro de canto. En función de dónde señalaba el maestro, los aprendices sabían qué sonido debían cantar. Se tienen dudas de que Guido lo hubiese utilizado y se cree que fue con posterioridad cuando se adoptó este sistema.

Recientemente hemos sabido que el Maestro Mateo, que talló las figuras de la catedral De Santiago de Compostela, se adelantó casi tres siglos a las que se creían las primeras representaciones de la mano guidoniana. Puedes leer el artículo en El País digital, en este enlace.
¿Qué podemos, entonces, atribuir a Guido d’Arezzo? Por supuesto, la adición de la línea intermedia para el la y la cuarta línea superior o inferior; ambas se trazaron en negro. Y evidentemente, la difusión de esta pauta a través de su novedoso método de enseñanza musical, la solmisación. Guido también estandarizó el uso de las claves, que ya venían igualmente utilizándose al inicio de las líneas roja y amarilla con las letras F (correspondiente al fa) y C (correspondiente al do). Al añadir una cuarta línea móvil, era imprescindible indicar en qué línea quedarían el fa o el do para que los cantores pudieran identificar las demás notas escritas en el tetragrama. Junto al establecimiento de la pauta, las claves supusieron un gran avance en la notación musical diastemática y evolucionaron hasta los símbolos que utilizamos en la actualidad.

En cualquier caso, y a pesar de que Guido d’Arezzo no fue inventor o desarrollador de todos los avances que se le atribuyen, supuso un hito en cuanto a varios aspectos de la teoría y la enseñanza musical. Es correcto que despojemos su figura de falsas proezas y engrandecimientos legendarios, pero también lo es que reconozcamos su inmensa aportación tanto como teórico como maestro. Guido d’Arezzo, sin duda, es una de las grandes figuras de la historia de la música.
Bibliografía y fuentes recomendadas
Con respecto a las fuentes empleadas para la escritura de este artículo, además de apuntes, materiales y conocimientos que he ido adquiriendo y acumulando a lo largo de mi formación y experiencia profesional, algunas de las fuentes que he empleado para la redacción de este artículo son:
Soportes físicos
- Historia de la música, 2. El Medioevo, Primera parte, Giulio Cattin. Turner Música (Turner Editorial), 1987.
- «Guido d’Arezzo», Angelo Rusconi. Publicado en Goldberg. Revista de música antigua, n. 46, 2007 (pág. 22-29).
Fuentes digitales
- «Guido d’Arezzo [Aretinus]», Claude V. Palisca (2001), revisado por Dolores Pesce. Publicado en el diccionario Oxford Music Online.
-
«Guido d’Arezzo», revisado por Kathleen Kuiper. Publicado en el diccionario online Britannica.
-
«Guido of Arezzo and His Influence on Music Learning», Anna J. Reisenweaver. Publicado en Musical Offerings, vol. 3, n. 1, 2012.
-
«The Origins of the Musical Staff», J. Haines. Publicado en The Musical Quaterly )1 (3/4), 2008.
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